En el concurso de relatos de este año, coordinado por Julián y con un Jurado de lujo, compuesto por Mafalda, África y Rubí, hemos contado con cuatro trabajos centrados en el tiempo de Olmedo, titulados: «El libro que no escribí» de Jesús Sánchez, «El tiempo de Olmedo» de Ana Isabel Barreno, «Hay que encender la lumbre» de Julio Rodríguez y «Es tiempo de Olmedo» de Roberto de Jesús. El Jurado, tras arduas deliberaciones, debido a la excelente calidad de todos los trabajos, decidió otorgar el primer premio a «El libro que no escribí» y el segundo a «Es tiempo de Olmedo». Exponemos a continuación las cuatro obras para que podáis disfrutar de ellas.
El libro que no escribí
Prólogo
El aire pasaba páginas de mi libro, junto a las piñas que ya estaban abiertas, pero en la medida que las pasaba, se fue llevando las palabras y dejaba huecos en blanco, donde solitario, algunas veces, solo quedaba el número de página, y otras, las anotaciones para incorporar en la historia.
Capítulo 1
Todo comenzó el día que la conocí …
Notas
(El sonajero de las hojas de parra ha vuelto a funcionar después de días sin viento, y las sombrillas del diente de león, hoy se sueltan de golpe. Buscan prenderse en algún fértil lugar, y quisieran que ese sitio, nada tuviera que ver con esta tierra)
Capítulo 2
-Quería saber el olor, del medio día solariego junto a ti -le dije.
El sabor de aquellos segundos, en los que decidí no besarla, me resultaron menos amargos de lo que yo esperaba…
Notas
(Todos los juncos que fueron verdes amarillean ahora, y donde hubo pozas perpetúas, el suelo se ha agrietado formando costras enormes. La muerte enmudeció el sonido incesante de las ranas, que hasta entonces allí vivían y que les aportaron el último empujón a los pollos de las cigüeñas.)
Capítulo 3
Un lamento que sonaba con ecos de flauta en todos los rincones de mi cabeza me conmovía de repente y agriaba mis ojos como salido de una extraña magia en un eterno intento, que vive entre dos espacios donde no hay nada…
Notas
(El libro que no escribí me mira muchas veces a los ojos, sin juzgarme, pero haciéndome ver que está ahí, sin ser escrito)
Capítulo 4
Salí a la calle despacio, sin negar el miedo, pero buscando soluciones al rompecabezas, notaba miradas que venían del cielo, desde varios ángulos y que medio congelaban el plano…
Notas
(Las ramas de los álamos, se alargan en forma de brazos, como queriendo llegar a mis manos, los chopos hablan, sus hojas verdes se hacen de plata y la pequeña higuera con esas hojas tan grandes apenas sabe decir nada.)
Capítulo 5
Un papel daba vueltas lentas sobre sí mismo y nunca parecía que llegara al suelo. Mis ojos, donde ahora se veían unos brillos que antes nunca se habían visto en mi mirada, querían entender de donde salían los sonidos que me hacían inventar aquella canción que tanto me gustaba …
Notas
(Al fondo el mar del cielo,
estaba despejado,
todo azul,
todo en calma.
Un tiburón de dos aletas y vientre blanco atraviesa ahora mi océano y la rémora despistada, más al fondo, va en sentido contrario.)
Capítulo 6
– Desde luego yo no estoy para pensamientos profundos.
Pero todos los besos y cariños que pueda dar serán siempre mucho más valiosos que los que ya nunca serán dados…
Notas
(El libro que no escribí durmió la siesta conmigo, en cuanto cerré los ojos se fue de mi lado)
Capítulo 7
Soy capaz, como cuentas tú, de salir por una calle de cualquier ciudad y buscar alivio en unos labios pasajeros, aunque probablemente no lleven asociado a ellos ningún corazón.
¡Cómo no besar a una amiga!
Notas
(El aire nos mece y a veces soñamos.
Si, el aire nos mece y a veces soñamos)
Jesús Sánchez.
El tiempo de Olmedo
La suave pendiente ascendía, a través de la dehesa, donde pastaban, entre encinas y alcornoques sosegadamente las vacas, antaño morucha y frisona, parda y charolesa ahora.
Tras la curva, en la ladera del sierro, ya se distinguía el pueblo, por su singular iglesia parroquial dedicada a la Virgen de la asunción, con su enhiesta torre del campanario dominando los dorados campos charros, por su imponente ayuntamiento, por su solitaria y añeja torre del depósito.
Había llegado el tiempo del reencuentro familiar, período estival durante el que, al volver a la calma, poder recuperar la energía y equilibrio.
Era el tiempo de visitar a los abuelos, de dar un tranquilo paseo disfrutando de su compañía, de ponerse al día con las leales y devotas amistades.
Tiempo para niñas y niños, disfrutando de la libertad que da el pueblo, donde dan rienda suelta a sus titánicas ganas de vivir, correr, saltar, jugar, cantar, reír… sin las ataduras de horarios impuestos por las obligaciones y rutinas diarias.
Tiempo para los abrazos y besos sinceros, para preguntar cómo va todo al ganadero que madrugador va a atender sus reses, al tendero que no falla a su despacho de pan diario, al vecino que ya viene de regar y poner a punto el huerto.
Es el tiempo de juntarse al caer la noche en sillas a las puertas de los corrales, con una chaqueta para protegerse del fresco…
El tiempo de Olmedo es el tiempo de ser feliz disfrutando de las pequeñas cosas.
Roberto de Jesús.
Hay que poner la lumbre
A eso del mediodía de un soleado sábado del mes de mayo llegamos a Olmedo, era la primera vez que mi abuelo y yo viajábamos solos al pueblo. Llevaba desde Navidades lanzándome indirectas de que debíamos ir a dar una vuelta como él decía, y después de Semana Santa pasaron a ser directas. Así que no tuve más remedio que reservar el primer sábado medio libre para preparar el regreso.
Abrimos con cierta dificultad la puerta del corral y pisando las hierbas que la primavera tenía bien alimentadas, con la enorme llave de hierro que siempre vi colgada por dentro de la puerta accedimos al interior. Polvo y telarañas al tacto, humedad y olor a cerrado al olfato, cientos de objetos a la vista, el silencio de la casa que rompía el canto de los pájaros de la calle para el oído, y para el gusto me llegó el recuerdo a pan tostado en la lancha de la lumbre, el sabor del salchichón de la matanza jamás repetido, la sopa de pan con caldo de cocido en los platos de porcelana y tantos sabores que al recuperar su memoria parecían volver a mi paladar.
Mi abuelo se acercó al escaño situado a la izquierda de la chimenea y se sentó como si acabara de llegar del huerto, en lugar de llevar más de seis meses fuera de su casa.
-Vete a la cochera a por leña que pongamos lumbre, que yo voy a ver a la gente, ¿vienes? -Me preguntó.
Yo le dije que no, que me quedaría allí. Se colocó la boina, se levantó, cruzó el portal y salió en busca de conversación y actualidad del pueblo. Yo comencé a recorrer las distintas estancias de la casa, mezuconeando por aquí y por allá. Encendí la vieja radio buscando en la ruleta del dial alguna emisora que no fuera portuguesa, saqué de la caja de lata de mermelada que hacía las veces de cajón de escritorio el papel de las cartas y los sobres de correspondencia de vuelta guardadas en el fondo, saqué de debajo de la cama el cesto de costura donde se amontonaban bobinas de hilo, botones de distintas formas y colores, hasta que llegué a ese huevo de madera que servía para zurcir los calcetines que tanto manoseé de niño. Total, que el tiempo se fue pasando y mi abuelo volvió.
-Pero hombre, no has hecho la lumbre. – Me dijo.
-Que importa, si tampoco es necesario. Le contesté.
-Como no va a hacer falta encender el fuego en una casa. Ven acá que te cuente una historia.
“Cuentan que hace mucho tiempo, un caminante del norte, de las zonas de las minas de oro, viajaba hacia el sur en busca de nuevas minas que abrir. Era invierno y el camino se puso difícil, peligros, lobos, mal tiempo y una tos persistente fruto del frío intenso fueron mermando las fuerzas del viajero. Sentado y extenuado en una piedra al borde del camino, alzó la mirada y vio una columna de humo apenas a un kilómetro de distancia. Esperanzado en que era su única oportunidad llegó como pudo hasta la columna de humo que salía de la chimenea de una pequeña cabaña en medio del bosque. Llamó a la puerta y un anciano le abrió, apoyado en él llegó a la lumbre y tumbándose al lado de la lancha de piedra se desmayó.
A la mañana siguiente, después de muchas horas durmiendo, un olor intenso a café le despertó. Seguía a la orilla de la chimenea, se incorporó, observó la humilde casa a la que había llegado. Un haz de luz, al abrirse la puerta de la cabaña dio paso al anciano que llegaba con un jarrón de leche recién ordeñado, la echó en un tazón junto con un buen chorro de café y un trozo de pan caliente y se lo acercó. Come, le dijo, que recuperes fuerzas, luego te lavarás un poco, que también lo necesitas y le sonrió mientras colgaba un gran caldero de agua de un gancho sobre el fuego.
Con el desayuno caliente el viajero pareció revivir, el anciano cogió una palangana de un estante de la pared, derramó varios cazos de agua caliente del caldero y junto con una toalla y un trozo de jabón se lo acercó. Cuando terminó de asearse volvió al fuego, allí estaba el anciano sentado, contemplando el fuego como extasiado.
– ¿Que hace aquí solo? – Le preguntó.
– No estoy solo, tengo un rebaño de cabras.
-Pero… ¿y si le pasa algo?
-Que me va a pasar, tengo comida, tengo un techo y tengo el fuego que me da calor, luz, agua y comida caliente, además siempre pasa algún viajero despistado que necesita ayuda. -Le dijo sonriendo. -Tú sabes cual es la cosa que es capaz de calentar tres veces.
-No, ¿Cuál?
-Pues la leña, porque calienta cuando la cortas, cuando la acarreas y cuando la quemas.
Sonrió de nuevo y con ese acertijo comenzó una charla que les entretuvo todo el día. Al viajero le asombraba la conversación, humildad y sabiduría de aquel anciano. Le contó toda clase de leyendas, historias, remedios con plantas y secretos del bosque. A la mañana siguiente el minero se encontraba mucho mejor y decidió reanudar su viaje en busca de nuevas y ricas minas. Se despidió del anciano agradeciéndole toda su ayuda, especialmente por tener encendido el fuego que le permitió protegerse del frio, le dio comida y agua caliente, refugio confortable, buena compañía, pero sobre todo porque el humo que despedía le permitió descubrir la casa en medio del bosque. Sacó de una pequeña bolsa de tela una pequeña pepita de oro, se la entregó al anciano pidiéndole que nunca dejara de encender la lumbre y siguió su camino”.
– ¿Te das cuenta la importancia que tuvo en la historia el fuego encendido en la cabaña del anciano? El fuego indica que hay alguien en casa, que hay luz que ilumina, que hay calor que quita el frío, que hay una comida caliente para compartir, que hay agua caliente para limpiar el cuerpo, un hueco para una buena compañía y todo eso hace que haya vida hijo, ¿comprendes?
-Si abuelo, perfectamente, ahora mismo cojo leña de la cochera y enciendo una buena lumbre que todos sepan que estamos aquí, pero luego me das una pepita de oro eeehhh. – Le dije con una sonrisa pícara.
Y nos pusimos a comer lo que llevábamos al pie de la lumbre como el anciano y el minero de la historia habiendo descubierto la importancia de encender las chimeneas.
Dedicado a todos aquellos que, en los fríos inviernos siguen encendiendo la chimenea en nuestros pequeños pueblos y también a todos los que como en el caso de “La Tarara” se empeñan en hacerlo también en verano, para que los más pequeños sigan descubriendo lo necesaria que es una buena lumbre para que su humo indique que hay VIDA.
Julio Rodríguez.
EL TIEMPO DE OLMEDO
Hay un pequeño punto en el mapa, que ha atrapado un pedazo de mi corazón, por mas que trascurra el TIEMPO, por mas que la vida me ofrezca conocer lugares y gentes maravillosas, desde que tengo uso de razón, es mi pueblo, Olmedo de Camaces.
Tierra de gente trabajadora y humilde con costumbres ancestrales, algunas que aún se conservan con el paso del TIEMPO.
En Olmedo, la vida trascurre entre la tranquilidad y el silencio del duro y frío invierno, custodiado con sus gentes longevas y el verano, con el bullicio y el ajetreo de los que un día nos fuimos, pero no faltamos ni un solo año a la cita, con su asfixiante calor, que da tregua por las noches y anima a estar en la calle a la gente de cualquier edad, compartiendo juegos y tertulias tomando el fresco sentado en las puertas de las casas. Esta costumbre que perdura con el paso del TIEMPO ha sido propuesta como patrimonio inmaterial de la humanidad por la Unesco, bien merecido, que de este sin ir a la universidad tenemos todos un Master.
Se ha conseguido trasladar el amor por el pueblo, con un sentido arraigado de pertenencia de padres hijos, que vamos cambiando de roles con el inevitable paso del TIEMPO.
Sus habitantes curtidos por el sol, llenos de experiencias que les ha dado la vida reflejada en su rostro, con el duro trabajo del campo y los animales con los que lograron sacar a sus familias adelante. Bien merece la pena escucharlos y aprender de sus historias y anécdotas vividas en otros TIEMPOS.
Mi pueblo, no tiene nada, pero estoy desando ir, pensamos muchos, algo tendrá entonces para que guardemos un TIEMPO de nuestras ansiadas y merecidas vacaciones para estar aquí.
Lo tiene todo, lo sabes cuando te paras a observar y ves a los niños, reír, jugar, compartir y ves a los padres ingeniárselas para que sus hijos tengan todo y sean felices en un pueblo que a priori, no tiene nada. Juegos, concursos, olimpiadas, acampadas, comidas y cenas compartidas, ves a los mayores disfrutar de su familia, de sus nietos, que guerra dan, pero que amor tan pleno. Ser felices con muy poco, pero con la mejor compañía.
Es impagable conocer a la gente, de toda la vida, crecer con ellos, ver como va pasando el TIEMPO, alegrarte con los nacimientos, con los logros y los éxitos de los vecinos, empatizar con las dificultades y obstáculos que se presentan, ayudar en lo que se pueda a quien lo necesite, acompañar y llorar las partidas de los seres queridos, que un día se fueron pero que permanecerán eternamente en nuestra memoria y de los que seguimos hablando y teniendo presentes por mucho TIEMPO que pase.
No hace mucho TIEMPO, tan solo unas décadas, pude disfrutar de la mejor infancia del mundo, Las vacaciones en Olmedo.
Una vez pasada la estación desde la curva se divisaba todo el pueblo, en TIEMPOS de invierno se veía el humo de las chimeneas y el olor a lumbre te inundaba el cuerpo en cada respiración y el frio te cortaba la cara.
En todos los hogares había lumbre baja y brasero, la familia se reunía alrededor de la mesa camilla.
Todo estaba organizado, la abuela encendía la lumbre a primera hora con leña cortada por el abuelo, durante todo el día se optimizaba el calor para calentar agua, cocinar a fuego lento, cocer la comida para los animales.
Comíamos de lo que se sembraba y daba la tierra, de la leche de cabras y ovejas, de los huevos que ponían las gallinas y de los animales que se criaban y mataban para el consumo.
Si nos juntábamos muchos a comer había una mesa para los mayores y otra para los pequeños que éramos los primos.
El abuelo tenía su sitio en la escañeta y la abuela el suyo en un sillón, en la televisión se veía lo que decían los mayores y se comía lo que había, aunque se repitiera varios días. En la despensa estaba prohibida la entrada para galgear y mi abuela repartía sus famosas rosquillas.
Al despertarnos desde la planta alta de la casa y por unas rendijas que tenía el suelo de madera mirábamos si ya había lumbre y nos habían preparado pan tostado para el desayuno, bajábamos cuando la casa estaba caliente y el desayuno preparado. Ayudábamos en la casa según la edad y nos íbamos al a calle bien abrigadas a buscar a la pandilla y jugar.
En el TIEMPO de la matanza, los vecinos se ayudaban, recuerdo los gritos de los cerdos y el olor a quemado como algo desagradable pero necesario para lo que venia después, ayudar a hacer los chorizos. Las cocinas estaban repletas de longanizas, jamones, manto, te todo lo que daba el cerdo y se colgaban para curarse.
Por las tardes, asábamos castañas en una lata vieja con agujeros, estaban tan ricas que no podías dejar de comer.
Por la noche, para dormir nos íbamos a la cama con una botella de agua caliente, de Geniol para ser exactos y con los patucos de ganchillo hechos por mi abuela o mi madre para protegerse de frío y prevenir los sabañones.
Los domingos íbamos a misa y desde aquí, al bar de Paca a comprar chucherías y de allí por la calle del medio al de Margarita y a casa.
En verano, el buen TIEMPO, y el mayor TIEMPO que pasábamos aquí propiciaba que pudiéramos hacer muchas mas cosas.
Muchos de nosotros pasábamos aquí todo el verano, había tiempo para todo, ayudar en casa, acompañar a mi abuelo y jugar, jugar y jugar.
Recuerdo esos TIEMPOS con un cariño especial, La casa llena de gente, el corral lleno de animales, la cortina llena de surcos sembrados y la huerta llena de productos.
Ir al caño a por agua, ver como venían todos los vecinos a dar de beber al ganado.
Disfruté de cada momento con mi abuelo y mi hermana, seguro que le entorpecíamos mas que le ayudábamos, pero el consentía que lo acompañáramos.
Por las mañanas ordeñaba las cabras y las llevábamos al corar del cabrero, las ovejas las pastoreaba el pueblo y mas de una vez he podido pasar el día en el campo con el, merendando con el cuartal y jamón cortado con la navaja.
Íbamos a llegar y a traer las vacas montados en los burros, para que pastaran.
Nos montábamos en el carro tirado por ganado, cuando lo traigan cargado.
Hemos trillado en la era, sacado agua del pozo con cuidado para regar el huerto.
Acompañábamos a las pozas a lavar y aclarar la ropa con las tajuelas y la carretilla. Oreábamos la ropa al sol y nos bañábamos en un barreño con agua calentada por el sol.
Íbamos a ver si las gallinas habían puesto mas veces de las necesarias, vinos parir animales y amamantar a sus crías.
Escondíamos camadas enteras de gatos en el pajar y les llevábamos leche a escondidas.
Merendábamos mantequilla de tres gustos y a jugar
Íbamos a los álamos y nos subíamos en el embarcadero, caminábamos al puente, montábamos en bici sin parar y vuelta a empezar.
He querido compartir mis recuerdos, seguro que muy parecidos a los de mis amigos y algunos igual distorsionados con el paso del TIEMPO, así han quedado grabados en la memoria.
Los niños de hoy tendrán sus propios recuerdos, distintos por el paso de los años y los TIEMPOS cambiantes, pero seguro que igual de felices que los de mi generación.
Porque cuando llegas a Olmedo, el TIEMPO se detiene.
Ana Isabel Barreno.